Gastronomic – Forum Barcelona

Hoy, en 4 patas y un mantel, nos tomamos una licencia poco habitual.

No vamos a hablar de ningún restaurante, ni un menú, ni un plato, ni una mesa.

Hace unos días tuvo lugar una nueva edición del Gastronomic Forum Barcelona, y hay momentos en los que la actualidad culinaria no se escribe desde un comedor, sino desde una idea. Desde una pregunta.

Y este año, más que nunca, el foro dejó algo evidente:

‘hacerse preguntas no solo es necesario… es casi imprescindible’

Preguntas incómodas, preguntas que rompen etiquetas, preguntas que obligan a mirar la cocina catalana —y la española— sin romanticismos ni excusas. Preguntas que abren grietas por donde entra la luz de lo que está por venir.

Por eso hoy aparcamos las recomendaciones y nos quedamos con lo esencial:
la gastronomía también avanza cuando se atreve a cuestionarse.

En los escenarios del Gastronomic Forum Barcelona se lanzan ideas que incomodan, se cuestionan dogmas que parecían intocables y se desmontan etiquetas que ya no explican nada. Es un foro donde la cocina se desnuda de artificios y se enfrenta a las preguntas que realmente importan:

  • ¿De dónde venimos?
  • ¿Qué sentido tiene lo que hacemos hoy?
  • ¿Qué futuro queremos construir?

Porque eso es una ventana abierta al presente de la gastronomía y, al mismo tiempo, un adelanto del mañana.
Un lugar donde la tradición se cruza con la innovación, donde se cocina con memoria, con raíces, pero también con una ambición que mira más allá del plato.

Un espacio donde la cocina catalana vuelve a recordarnos que es mestiza, curiosa y viva. Y que su fuerza no está en la pureza, sino en el diálogo constante entre culturas, técnicas y generaciones.

La cocina catalana: un mestizaje que siempre estuvo ahí

Hay verdades que, cuando alguien las dice en voz alta, suenan a bofetada dulce. A revelación obvia. A historia que teníamos delante y no mirábamos.

Eso pasó cuando Ferrán Adría (siempre Ferrán) abrió su ponencia diciendo que la cocina catalana no bebe de una sola cultura.

Por nuestras tierras pasaron íberos, griegos, visigodos, romanos, musulmanes… y cada uno dejó su huella.

No como anécdota, sino como cimiento.


“El aceite vino de Grecia, el tomate de los Andes, el pa amb tomàquet es un mestizaje, no es pureza”, afirmó, con esa calma de quien no pretende convencer a nadie, solo recordar lo que ya es evidente.

Y ahí dejó caer su dogma —el único que no convirtió en pregunta—:

“La cocina catalana es una de las más ricas del mundo por la cantidad de culturas que la han habitado.”

Un examen exprés de cultura gastronómica

La sala entera asistió a una especie de examen acelerado.
Pero no un examen para pillar a nadie: uno para despertarnos.

“¿Qué es cocina de autor? ¿Qué es cocina de mercado? ¿Qué es cocina creativa?”, lanzó, como si estuviera pinchando globos llenos de aire caliente.

Porque muchas de las etiquetas que repetimos —a veces con demasiada alegría— NO significan absolutamente nada.

“Ya se sabe que los cocineros vamos al mercado”, ironizó, desmontando con una sola frase una década de discursos vacíos

Volver a mirar la historia

Lo repitió, quizás porque es la pieza que más olvidamos:
Cataluña no tiene una cocina, tiene muchas.
La nuestra es una historia de manos que pasan el relevo, de culturas que se mezclan sin pedir permiso, de ingredientes que viajaron más que muchos de nosotros.Ahí reside su fuerza. Ahí reside su identidad.

¿Vanguardia? No, historia

Y entonces llegó la afirmación que hizo levantar cejas, miradas y cuadernos:

“No podemos seguir usando la palabra vanguardia para definir algo que ya tiene 25 años.

El cocinero lo dijo sin nostalgia pero con precisión quirúrgica. Lo que pasó en ‘El Bulli’ ya no es vanguardia: es historia, una historia maravillosa, sí. Pero historia.

Sin historia no hay relato gastronómico

Y aquí está el corazón de todo:

No hay relato gastronómico sin historia.
No hay identidad sin memoria.
No hay cocina viva sin aceptar que venimos de una mezcla.

La cocina catalana no es un discurso: es un cruce de caminos.
Y entenderlo no la hace menos nuestra.
Al contrario: la hace más grande, más auténtica y libre.

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